martes, 13 de febrero de 2018

Algunos amigos míos pájaros


“Que desde tu ventana se vea el cielo”, recomienda o desea un proverbio malayo. Yo creo que es para que puedas ver pasar los pájaros. La renuncia a retener lo que amamos la podemos practicar con ellos, ya que no tenemos más remedio. Desde mi ventana se ven los pájaros.


Una tarde al entrar en el portal de casa encontré un vencejo. Detecté de inmediato el minúsculo y palpitante amasijo oscuro contra el mármol amarillento. Protegido muy cerca de la pared, estaría pensando en una estrategia o resignándose a la fatalidad, pero mi llegada lo interrumpió (en el primer caso) o le dio coraje (en el segundo). Se agitó, probó a volar atolondradamente, pero los vencejos y las golondrinas no saben remontar el vuelo, tienen que lanzarse desde un alto y planear, y de todos modos estaba encerrado detrás de una pesada puerta metálica. Yo, su amenaza, era su única salvación. Dejé en el suelo el bolso, mi impedimenta de humano hembra, y me puse a perseguirlo, al principio con lentos movimientos de animal africano que se revelaron inútiles, porque el lance final, el de atrapar, exigía una velocidad repentina que lo asustaba de nuevo. Me dije “más vale ser brusca y veloz, ya entenderá que no le quiero hacer daño cuando lo libere”. Durante otro buen rato brinqué por el portal, siguiendo sus aleteos, confiando en echarle el guante antes de que se desmayara por los golpes que se daba contra las paredes. Mientras tanto trataba de transmitirle telepáticamente mis buenas intenciones. Por fin lo agarré. Era ligerísimo, más ligero que no tener nada en la mano, como levantar un cartón de vino que creemos más lleno. Subimos el vencejo y yo en el ascensor, él en el nido que yo le había hecho en las manos. Entre la planta baja y el cuarto piso aprendí el tajo que existe entre los mamíferos y los demás. A un perro, a un gato, a una ardilla habría podido tranquilizarlos con caricias. Aquel vencejo estaba asustadísimo, y yo comprendí que mi voluntad era intraducible a su idioma, sólo valía darse prisa para llegar cuanto antes a la terraza y soltarlo. Eso hice. Corrí por el pasillo, salimos a la terraza y antes de que pudiera componer la alegórica postura de soltarlo, el vencejo escapó volando sin mirar atrás. Sí, yo había imaginado que me daría las gracias de alguna manera, un vuelo en circular como un vivaz parpadeo de rizadas pestañas, lo que fuera, pero la réplica de la naturaleza no circula por los senderos de la intención. El vencejo no iba a volver a mi ventana a despertarme por las mañanas con el pico en el cristal.

Por lo demás, quiero comparar el pájaro, mientras lo llevaba junto a mi pecho en el ascensor, con un corazón externo, incomprensible.

Antes de seguir con otras aves dejaré que se cuele aquí un gato, por lo parecido de la aventura. En esta ocasión volvía por la calle hacia el mismo portal. Había mucha actividad entre balcones, los vecinos hablaban entre sí. Contemplé con agrado la escena como de Arniches que se había montado, de manera espontánea, en la plácida tarde de verano. “¿Es vuestro?” “No, creo que se ha caído de la casa de enfrente”. Etcétera. Uno de los participantes sostenía un gato como en una escena bíblica. Reconocí con alarma a Yira, la gata de mi casa. “Eh, un momento”, intervine, “esa gata es mía”. Mía-mía no era, pero no venía a cuento explicar que era la gata de mis compañeras de piso que me destrozaba los zapatos con pises y dentelladas. El vecino que la había recogido bajó y me hizo entrega de mi enemiga íntima. Se había caído desde el alféizar de la terraza, y el parabrisas de la BMW que estaba aparcada abajo había amortiguado la caída, a costa de rajarse. Los gatos son como las mujeres de los tangos en que cuando se caen rompen las cosas de los demás. Ya en el ascensor, yo el bicho en brazos, sentí un olor desagradable. Me dio ternura pensar que también los gatos sudan cuando están estresados. Una vez leí en el periódico que un ladrón había sido descubierto por maloliente: estaba robando en una casa cuando los dueños volvieron. Se escondió debajo de la cama y no pudo escapar antes de que los dueños se acostasen. Ya con la luz apagada, la mujer se escandalizó por el hedor que creía emanado de su marido, pero no tardaron en descubrir al intruso empapado en sudor, lo que quizá le diera más vergüenza que ser sorprendido robando. / Entré en casa contando la aventura de la moto y el estrés y me fui al cuarto de baño a lavarme las manos; en el espejo me vi en la frente un punto como el que llevan en La India. Me acerqué más: ¡era caca de la gata! ¡De ahí venía el mal olor y así se había manifestado su miedo!

¡Puaj!

Esa gata dejaba palomas muertas en la cama de su dueña como ofrenda. En la terraza de aquella casa me sentaba las tardes de principio de la primavera, como ahora, y veía pasar las golondrinas.

Varias veces fui con mi amiga Beatriz al Retiro, a pasear muy temprano. Entrábamos de noche y a mitad del paseo ya se iba haciendo de día, y a través de los árboles se veía el cielo como de pan de oro. A esas horas el Retiro es la Puerta del Sol de los animales, están todos haciendo sus cosas antes de que lleguen los ciudadanos. Al rodear el estanque, vimos en uno de los vértices una familia de patos, dos adultos y varias crías. Nadaban en círculos pequeños, estaba claro que no se querían alejar de ahí. Oímos unos lamentos, y asomándonos conseguimos ver que en un respiradero se había colado un patito. El hueco en el que estaba hacía como un escalón, y una rejilla dificultaba la salida. Su familia no podía ayudarle, pero no se alejaba. Nosotras no llegábamos a la rejilla. Encontramos a un jardinero, le contamos lo que pasaba, nos asombró que pareciese asombrado y al poco lo liberó. Al poco tiempo estaba la madre con todos los hijos nadando detrás, pasando ya a otra cosa una vez que el peligro hubo pasado.

Hay quien dice que todos los muertos pasan una fase como pájaros, antes de irse a donde sea.

A Samuel Beckett lo llamaban pajarraco, alguien lo ha comparado con un pájaro solitario.

Paolo Uccello, el pájaro, pintó aquel cuadro, la batalla de San Romano. Dice el poema de André Breton Por el camino de san Romano:

El abrazo poético como el abrazo de la carne
mientras dura
prohíbe cualquier escapada hacia la miseria del mundo


Jünger cuenta en alguna parte que estando una vez en el jardín de su casa vio un pajarillo muerto sobre el césped. Su madre iba volando, en busca seguramente de alimento para las otras crías que no se habían caído del nido, pero no reparó en su hijo muerto. De esto deduce que los animales, o quizá sólo los pájaros, detectan la vida por una emisión de energía, no a través de los ojos. La energía que su cría había sido ya no irradiaba, de modo que no pudo reconocerlo.

(El audio está recogido por Nicolas Germain en su jardín de Caen.)

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