viernes, 29 de mayo de 2009

Peladándromo



Sra. Etone
, llora S.A.P. Sar Péladan: nada le raspa. Sar, oye: no tears.


Su Alteza Peladiana el Sar Péladan se lamenta porque nada le hace lamentarse, nada hiere su anhelante corazón babilónico. Uno se labra fama de alienado y llega a arruinarse revolviendo las trastiendas de los anticuarios de todo el mundo en busca de los más bellos y delicados objetos; entrecierra los ojos al pasar las finas páginas del libro de sonetos para forzar las redentoras lágrimas que nos confirmen que la hermosura de este mundo es auténtica, puesto que provoca un efecto fisiólogico; pero la llave que abrirá la inhumana puerta que nos separa de la íntima conmoción y de lo sublime ha desaparecido de todas las chamarilerías del Imperio Austrohúngaro.






Esta tarde que ha empezado indiferente Joséphin Péladan ha encontrado entre las páginas de las odas de Barbey una instantánea en la que reconoce de inmediato, pues lleva toda la vida a la caza de lo trascendente en lo sensible, la posibilidad de una emoción auténtica. Ah, la despreocupación de una visita vespertina al colegio donde se educaron los mejores hombres de Inglaterra, tarde perdida en el laberinto de tardes cenicientas que esperan el fruto que les debe la mañana, mujeres que caminaban, como si tal cosa, y ya no caminan más. Se fija en la mayor de ellas, la madre de Ralph Beaumont entre dos jóvenes, la señora en Eton, Madame Etone (pues la E es la marca femenina en la lengua madre de Joséphin), y aunque sabe que en ella hay algo patético y conmovedor que concita toda la peripecia humana, el Sar no consigue que el destructor ídolo de lo Sublime clave su mirada en él y lo saque en volandas de la ramplonería de este mundo.

Qué podemos decirle. Tampoco para nosotros hay consuelo. Pero no llores. Y su amigo Erik Satie le compone una melodía:


Sobre dos patas al mediodía #1

¿Cuál es el animal que se doma a sí mismo?

lunes, 25 de mayo de 2009

Ahorrar o aguantar

Al ducharme hace unos días me vino a la mente el lema dicotómico

ahorra o aguanta

y fue porque todos los botes de gel que había en la bañera estaban vacíos, y estamos usando una pastilla de jabón. En momentos de escasez uno estira las cosas y les da más de un uso. Entendí, con el jabón en la mano, que a menos que uno sea un esteta y se dedique al despilfarro más rutilante, hay dos maneras de atravesar los rácanos corredores de la crisis, y así hay quien ahorra y hay quien aguanta.

Ahorrar sería comprar geles más baratos o utilizar menos para enjabonarse. Aguantar es utilizar la misma pastilla para lavar los platos y -se las manos.

Ahorrar es reorganizarse. Aguantar es hacer como si nada.

Creo que la relación que hay entre las dos actitudes se entiende muy bien en un fragmento del diario de Ana Frank, donde explica que su madre, para soportar su espantosa situación (o quizá es algo que la niña Ana recuerda que su madre ha hecho siempre), cuando quiere olvidar las propias penurias, se fija en los demás y se dice "por lo menos yo no estoy como ellos". Sin embargo la niña no se molesta en llevar la cuenta del monedero ajeno y propicia su acomodo en este mundo buscando la belleza de su propia circunstancia. Eso es aguantar.

Yo soy más propensa al aguante que al ahorro; no en vano mi madre nos recordaba siempre el proverbio de Confucio:

El ahorro es la falta de fe en la Providencia.

Oigamos cómo lo canta Jonathan Richman:






Mirad los lirios del campo, ni trabajan ni tejen, pero ni siquiera Salomón (en toda su magnificencia) se vistió una sola vez como ellos.

jueves, 14 de mayo de 2009

El oculista puntillista

Pues nada, monadas, de vuelta en mi polvorienta a fuer de biblificada madriguera rápidamente pude localizar el cuento de Pereira cuyo final recordaba. Se titula El oculista, y yo lo tengo en un libro editado por la Junta de Castilla y León.

Efectivamente, en él se cuenta la historia de un prestigioso oculista y un paciente mexicano con una hermosa esposa, pero dejémonos de tramitas, lo que nos interesaba era el final:

Cuando salí de la casona del oculista, las calles eran pozos de sombra pero aún había sol en las torres de la catedral, todo estaba de lo más literario en la ciudad de A***. Pero dejémonos de subterfugios, estamos hablando de Astorga.

¿Se le ocurriría ese final precisamente por haber utilizado como único adjetivo la palabra literario? ¿Le sugirió ese adjetivo, impuesto a su vez por el aspecto literario de la ciudad de A*** en ese momento, la posibilidad de un final tan literario? Dice el autor en el prólogo:

Al cuento que llamo
El oculista le acabo de poner el punto final. Escribo a mano, en hojas de ese tamaño normalizado que llaman dina cuatro (creo que es DIN-A-4). Luego lo paso a máquina yo mismo, y es un acto genuino del proceso de creación, porque al teclear voy recomponiendo el texto.

jueves, 7 de mayo de 2009

Daddy, sobra arbosidad

Se abre el telón y Harrison Ford oye la frase que da título a esta entrada. Se cierra el telón. ¿Cómo se llama la película?