
Sra. Etone, llora S.A.P. Sar Péladan: nada le raspa. Sar, oye: no tears.
Su Alteza Peladiana el Sar Péladan se lamenta porque nada le hace lamentarse, nada hiere su anhelante corazón babilónico. Uno se labra fama de alienado y llega a arruinarse revolviendo las trastiendas de los anticuarios de todo el mundo en busca de los más bellos y delicados objetos; entrecierra los ojos al pasar las finas páginas del libro de sonetos para forzar las redentoras lágrimas que nos confirmen que la hermosura de este mundo es auténtica, puesto que provoca un efecto fisiólogico; pero la llave que abrirá la inhumana puerta que nos separa de la íntima conmoción y de lo sublime ha desaparecido de todas las chamarilerías del Imperio Austrohúngaro.
Esta tarde que ha empezado indiferente Joséphin Péladan ha encontrado entre las páginas de las odas de Barbey una instantánea en la que reconoce de inmediato, pues lleva toda la vida a la caza de lo trascendente en lo sensible, la posibilidad de una emoción auténtica. Ah, la despreocupación de una visita vespertina al colegio donde se educaron los mejores hombres de Inglaterra, tarde perdida en el laberinto de tardes cenicientas que esperan el fruto que les debe la mañana, mujeres que caminaban, como si tal cosa, y ya no caminan más. Se fija en la mayor de ellas, la madre de Ralph Beaumont entre dos jóvenes, la señora en Eton, Madame Etone (pues la E es la marca femenina en la lengua madre de Joséphin), y aunque sabe que en ella hay algo patético y conmovedor que concita toda la peripecia humana, el Sar no consigue que el destructor ídolo de lo Sublime clave su mirada en él y lo saque en volandas de la ramplonería de este mundo.
Qué podemos decirle. Tampoco para nosotros hay consuelo. Pero no llores. Y su amigo Erik Satie le compone una melodía: