martes, 21 de octubre de 2008
21 de octubre
Entro a comprar tabaco en un bar casi vacío. Sentado a la barra, un viejo no cheposo, sino viejo, se inclina sobre el plato. Hago tiempo dejando que se me encoja el estómago al mirarlo mientras el camarero me proporciona cambio. Para llegar a la máquina tengo que pasar detrás de él. Pero no parece tan digno de lástima cuando lo veo de cerca; está comiéndose con delectación un flan con nata, muy concentrado en su golosinería quizá un poco senil, y yo me he dejado llevar por un lugar común de la imaginería, según el cual los viejecillos comiendo solos a las cuatro de la tarde en las barras de los bares madrileños deben movernos a lástima. Todos los demás comensales ruidosos se han largado. Más lástima nos dábamos a nosotros mismos cuando nos quedábamos los últimos en el comedor del colegio porque no había quien comprendiera ese emplasto incomible.
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Sí. El comedor se quedaba con las luces medio apagadas. Un olor nauseabundo a comida fría se extendía por el ambiente. Mientras, sentados en nuestra mesa con lágrimas internas de desolación y una resistencia numantina, resistíamos como jabatos con la boca cerrada esperando que un alma piadosa nos permitiera salir al recreo
ResponderEliminar¡Niños y niños desazonados y solitarios que forman un ejército disperso!
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